
Trabalenguas (publicado en Nexos)
No sé si mis colegas biólogos moleculares puedan apreciar los objetos que nos rodean aquí, en el centro de conferencias de IBM en Palissades, a media hora de Manhattan. No hablo de los modelos a escala de las máquinas de Leonardo, ni los intricados artefactos diferenciales de Charles Babbage, que resaltan, ambos, por su mecánica genialidad. Pienso más en los planos de domos geodésicos del arquitecto Buckminster Fuller, además precursor en cuestiones ambientales.
No es por diferenciarme, es un ejercicio de autocrítica ante el sentimiento de soledad que surge al oír el nombre de pila de una de las bacterias al centro de la plática de hoy, Aggregatibacter actinomycetemcomitans. El primer paso para formar parte del laboratorio que estudia este patógeno bucal es poder pronunciar su nombre (luego, la divina providencia permite el uso del acrónimo a.a.).
Hace diez años que me trasvestí de la física a la biología y todo ha sido un árido aprendizaje de palabras. Podría parecer un paraíso para un científico con alma de escritor. No lo ha sido. Mi pasión por las palabras empezó con los palíndromos, firmaba olbap mis primeros e-mails. Al leer Tres tristes tigres de Cabrera Infante dejé de sentirme original y preferí los palíndromos del ADN. Entonces aprendí que el problema principal en la ciencia actual es el glosario.
Un maestro de la Facultad de Ciencias se quejaba de que la mayoría de los nombres que definían la materia eran en inglés. El spin del electrón, por ejemplo, describe la propiedad de girar sobre sí mismo. Eso denotaba, según él, la mediocridad de la ciencia hispánica, pero no estoy seguro de si le molestaba más la palabra en inglés o lo gris de la ciencia. Frente a la biblioteca, o amoxcalli, de la Facultad, yo pensaba que era mejor llamarse espín que pirinola. Al glosario se le sumaron los quarks, que por tercias conforman los neutrones, protones y otras partículas. En aquel entonces pensaba volverme particulero y guardaba en mi cartera una tabla del modelo estándar con los nombres, mal denominados sabores, de los quarks (up, down, charm, strange, top, bottom). Aquí entramos en el exotismo del glosario científico. ¿Por qué darle a un quark un sabor extraño? Supongo que aquí surge el lado sentimental, la verborrea de lavadero que todo científico lleva dentro. ¿Queremos, al bautizar nuestros descubrimientos, llegar más allá de nuestro círculo restringido? Esto no explica el nombre impronunciable de la mentada bacteria bucal. Tampoco explica por qué casi nadie ha oído hablar de los ritmos circadianos (el reloj interno que regula nuestros ritmos día-noche y, entre otras cosas, causa el jetlag).
Durante mi doctorado repetí sin fin que circa era cerca y diem venía de día, así nuestros ritmos naturales miden un poco menos de 24 horas. Nunca entendí por qué todo el mundo sabe qué es una anfetamina y que los niveles de serotonina tienen que ver con la felicidad (la explicación es fácil, se lee en Cosmo). Después de que un amigo, quien por su trabajo aprende largas líneas de rima y prosa, no pudo recordar el adjetivo circadiano, cedí y acepté que yo también utilizaba un término demasiado técnico. Le pedí a cambio que dijera algunas palabras científicas que utilizaba. Sus respuesta fueron, entre otras, decantar y ósmosis. Él aprende los textos por ósmosis y los tiene que decantar antes de cada representación. Me quedo con la preocupante idea de que lo común entre Leonardo, Babbage y Buckminster Fuller es su visión universal y práctica de la ciencia, no la insignificancia de las palabras.
P. D.
Se ha cambiado el nombre de Aggregatibacter actinomycetemcomitans a Actinobacillus actinomycetemcomitans, vaya mejora.
P.D 2
Y que tal el sufrimiento de todo el mundo por nombrar la influenza que salió (sí?) de México AH1N1, o como dijo Elba esther AHLNL...pobre, faltas tipográficas.
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